sábado, 26 de junio de 2010

-ESTO YA ES DE TRACA-


Ese racismo al revés, el de los inmigrantes hacia los nacionales del país que les acoge, puede estar convirtiéndose en un sentimiento frecuente. Y no sólo en Francia, donde se ha manifestado de modo muy evidente, según la prensa gala, en el conflicto surgido en el seno de su selección de fútbol. También en España, asegura Jorge Verstrynge, profesor de ciencia política de la Universidad Complutense, estamos viendo ya actitudes de ese estilo, especialmente entre los inmigrantes centroamericanos, “quienes tienen una preferencia muy marcada por los Estados Unidos, quizá por la cercanía geográfica, al que perciben como el lugar ideal. El problema está en que esa preferencia se acompaña por un desprecio notable por lo español. Probablemente España fuese el ideal para sus padres, pero ellos nos ven hoy como de segunda clase”.

Son sentimientos de este tipo los que llevaron al público que en 2008 asistió en París al encuentro de fútbol entre Francia y Túnez a silbar y abuchear La Marsellesa. Y son también sentimientos de esa clase los que han llevado a algunos jugadores de la selección, los provenientes de las banlieues, a marginar a Gourcuff, un jugador de formación universitaria (el diario L’Equipe, en un editorial, describió a su selección como “una banda de raperos de los suburbios que han aislado a Gourcuff, un chico bretón de clase media”). Y sin ese resentimiento contra el país que les acoge, aseguran los expertos, tampoco podrían explicarse las manifestaciones de violencia que recorrieron los suburbios de Francia durante otoño de 2005. Una hostilidad que, afirma Verstrynge, es comprensible, en la medida en que “la situación de las banlieues es muy dura, y la brecha abierta entre ellas y el resto de la sociedad es muy grande. Hay un divorcio evidente entre ambas, ya que son dos sociedades yuxtapuestas y con poca (o ninguna) comunicación. De hecho cuando Villepin presentó su partido político afirmó que él era el único que se había tomado la molestia de visitar las banlieues. Y era cierto”.
Coincide Paulino Castells, profesor de psicología en la universidad de Abat Oliva de Barcelona, en que “existe cierto revanchismo en una inmigración muy soterrada, que sobrevive en guetos sin ascensor social, y que puede aflorar en algunas personalidades del mundo deportivo, lo que es hasta cierto punto comprensible”. Para Alban d’Entremont, director del departamento de Geografía y Ordenación del Territorio de la Universdaid de Navarra, “lo que ha ocurrido en el vestuario de las selección francesa es bochornoso, pero no refleja a la sociedad francesa en su conjunto. Un equipo de fútbol de élite no es representativo de una nación. Ni siquiera representan a sus grupos respectivos. Anelka, por ejemplo, nada tiene que ver con el hijo típico de un inmigrante africano”. El problema, para d’Entremont, estriba en el sistema de inmigración del país vecino, que ha tratado de asimilar a sus inmigrantes, intentando que se hicieran franceses en todos los sentidos: “les han dado la nacionalidad, el idioma y los valores, al contrario que ocurre en otros países, como Canadá, donde han optado por respetar las diferencias culturales, en Francia se ha pretendido otra cosa. Y se ha fracasado”. Con consecuencias de toda clase.
Entre las consecuencias que se dan, se encuentran las de orden político. Porque si bien el descontento en las banlieues no ha sido articulado políticamente (no hay ningún movimiento que aglutine a una mayoría de sus habitantes y que traslade un mensaje unitario), y suele agotarse en posturas individuales de hostilidad y en explosiones de violencia colectiva, sí ha generado reacciones de indudable peso electoral. Así, asegura Alban d’Entremont “los partidos políticos que se oponen a la inmigración, generalmente de ultraderecha, han pretendido acentuar esas tensiones para extrapolarlas a la sociedad en su conjunto”.
Como señala Verstrynge, Le Pen es el mayor favorecido de esas tensiones sociales, ya que “ha ganado voto a punta pala entre las clases populares francesas, en especial en la franja territorial que va desde Lille a Marsella, donde hay mucha industria, mucha inmigración y donde el blanco de clase baja siente que ya no está en su país. Ahí se concentra la mayor parte del voto del Frente Nacional y la mayor parte de la abstención”. Para Verstrynge, este tipo de situaciones demuestran que hay que tener cuidado con la inmigración excesiva, aun cuando entiende “que resulte difícil ponerle coto en aquellos países que han contado con imperios coloniales, como es el caso de Francia o el nuestro con América Latina”.
En España no pasará como en Francia
De modo que el caso galo no sólo provoca interrogantes sobre cuáles serán sus posibles soluciones, sino que también hace que nos preguntemos si viviremos en España ese fenómeno con unas dimensiones similares. Paulino Castells cree que no, ya que “la inmigración está aquí mucho más diluida y ha sido mejor absorbida por el entorno que en Francia, que ha de integrar a un mayor número de inmigrantes que llevan allí mucho más tiempo”.
Sin embargo, Castells entiende que el peligro de fondo, aquello que de verdad puede hacer que las tensiones se multipliquen, es que el país de acogida ceda en demasía ante las pretensiones de los inmigrantes “y trate de darle todas las prioridades, en cuanto a ayudas económicas y sociales o atención sanitaria. Eso crearía un resentimiento importante”. Verstrynge, por su parte, entiende que estas tensiones serán inevitables, y mucho más en la medida en que avance la crisis económica. “España debería devolver entre uno y dos millones de inmigrantes a sus países de origen, para que se reinstalen y prosperen allí, porque aquí no ya no podemos dar más. La Justicia y la Sanidad no son sostenibles y pronto tampoco lo serán las pensiones”.
En este sentido, asegura Castells, nos enfrentamos con un problema serio, ya que “se está creando una pequeña patente de corso, de garantía total, por la cual quien emigra entiende que el país receptor tiene una serie de obligaciones ineludibles hacia él. Y es cierto que existen, pero no en el grado y en el alcance que actualmente las demandan”. Ese nivel de exigencia infundada dará lugar a que los tensiones se multipliquen, siendo los más perjudicados los nacionales del país de acogida. “Este desnivel en la forma de atención según se sea un inmigrante o un autóctono va a generar problemas.
Hay un caso real que ejemplifica a la perfección el momento en que nos encontramos. Una mujer iba con cierta frecuencia a un ambulatorio catalán. No había manera de que los inmigrantes, magrebíes, atendieran su turno. Se colaban sistemáticamente y a pesar de ello, los médicos los atendían. Así que ella, cansada de sufrir esa situación, se puso un pañuelo en la cabeza, se hizo pasar por magrebí, se coló en el despacho de la doctor y le dijo: ¿Qué, ahora sí me atiende usted? Y fue atendida, claro está”.


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