martes, 15 de junio de 2010

-CRISTOBAL COLON-



Pocas figuras históricas han sido tan controvertidas y ofrecido tantos rasgos ambiguos como la del navegante que llamamos Cristóbal Colón, pese a que no nació con ese nombre. Es reconocido como el «descubridor de América», aunque él nunca lo supo y, desde un punto de vista estricto, no lo haya sido cabalmente. Su verdadera identidad, su lugar de nacimiento, su origen nobiliario o plebeyo, sus estudios o ignorancias, sus aventuras de juventud, sus ambiciones o mezquindades, sus conocimientos ciertos o delirios afortunados, se han prestado a numerosas disquisiciones y debates entre biógrafos e historiadores.
En lo que hace a su persona, los trabajos reunidos en la Raccolta Colombiana (Italia 1892-1896), el Documento Aseretto (hallado unos años después), las investigaciones de los eruditos españoles Muñoz y Fernández Navarrete y el más reciente Diplomatorio Colombino dan cuenta definitivamente de su origen genovés y humilde y permiten reconstruir sin mayores dudas ni lagunas los avatares de su agitada e intensa biografía.
Respecto a la importancia de su hazaña cabe señalar que fue sorprendente en lo geográfico y oportuna en lo político, pero no tan novedosa en lo científico como se suele afirmar. La ciencia de fines del siglo XV ya aceptaba que la Tierra era un globo esférico, sabía que teóricamente se podía llegar a las antípodas navegando hacia el oeste, conocía la existencia de islas y tierras septentrionales exploradas por vikingos y daneses, y suponía que quien intentara arribar a las Indias por el poniente podía tropezar en su camino con alguna «terra incógnita».
Desde la Edad Media existían especulaciones y leyendas sobre los límites del Mar Tenebroso. El irlandés san Barandrán habló ya de un gran continente y de «una inmensa isla con siete ciudades», e historias parecidas se registran en las tradiciones gaélicas, celtas e islandesas, mientras que los árabes peninsulares mencionan la expedición de los magrurinos que zarparon de Lisboa y «después de navegar once días en dirección al oeste y veinticuatro días hacia el sur» llegaron a unas tierras donde pastaban ovejas de carne amarga.
Ya en siglo XIV, el veneciano Niccolò Zeno dibujó un mapa en el que se definían claramente Groenlandia y las costas de Terranova y Nueva Escocia. Y unos años antes el cardenal Pierre d'Ailly, en su obra Imago Mundi, desarrolló con toda amplitud la idea de llegar a los dominios del Gran Kan (descritos por Marco Polo) tras una travesía relativamente breve hacia el oeste. El propio Colón estaba absolutamente convencido de que hallaría tierra firme «unas setecientas leguas más allá de las Canarias».
El proyecto no era nuevo, sino incluso popular, entre cartógrafos y navegantes como posible alternativa a la larga ruta de las especias; tanto, que uno de los mayores temores de Colón era que otro se le adelantara en cruzar el Atlántico. Pero lo que ni él ni los sabios o los marinos de ese tiempo podían imaginar era la inmensa extensión de la «terra incógnita» ni la inesperada vastedad del Pacífico. Ése fue el verdadero descubrimiento científico que se inició aquel día de 1492: no sólo apareció un «Nuevo Mundo», sino que el antiguo globo terráqueo se expandió a casi el doble del tamaño que se le suponía.

Un joven aventurero
El estudio comparado de diversas documentaciones permite asegurar que el futuro navegante nació en Génova y que tal hecho debió de ocurrir entre el 25 de agosto y el 31 de octubre del año 1451. Se le dio el nombre de Cristóforo, y fue el primer hijo del matrimonio formado unos cinco años antes por Doménico Colombo y Susana Fontanarossa. La familia estaba asentada en la Liguria desde por lo menos un siglo atrás, aunque sus miembros siempre fueron campesinos o artesanos sin medios de fortuna. El propio Doménico parece haberse trasladado desde Quinto a Génova alrededor de 1429 para aprender el oficio de tejedor. Los Colombo tuvieron otros tres hijos y una hija, Bianchinetta. Dos de estos hermanos Colombo habrían de jugar un papel preponderante y continuo en las aventuras y desventuras del primogénito: Bartolomé y Giácomo. Al segundo de ellos se le llamaría Diego en España.


La Santa María
Apenas tenía edad bastante cuando Cristóforo ayudaba a su padre en sus sucesivos trabajos como quesero y tabernero o lo acompañaba en viajes de negocios a Quinto o Savona. Era un chico despierto e inquieto, pero no consta que hubiera seguido ningún tipo de estudios. Lo que verdaderamente le atraía era el puerto, los relatos de marineros, las naves que llegaban de tierras lejanas. Génova era un importante centro del comercio marítimo y no le costaba mucho al joven Colombo enrolarse en barcos de las grandes compañías navieras de la ciudad, realizando diversos itinerarios mercantiles por el Mediterráneo. Así aprendió, en la práctica sobre cubierta, el oficio del mar. Hablaba con los pilotos de vientos y corrientes, leía las cartas marinas y ensayaba el uso de los instrumentos náuticos. A los veinte años era ya un buen marinero.
Tras su probable alistamiento en una expedición de la armada ligur a la isla griega de Quíos, que formaba parte de los dominios genoveses, en 1476 Cristóforo se embarcó en una flotilla comercial con destino a Flandes. Pero a poco de atravesar el estrecho un suceso providencial cambiaría la vida del joven Colombo. Era el momento en que portugueses y franceses apoyaban a Juana la Beltraneja en la lucha por la sucesión de Castilla, y navíos de guerra galos atacaban sin mayor razón que el bucanerismo al convoy genovés.
Hundida su nave, Cristóforo alcanzó a nado la costa lusitana. Poco después se encontraba instalado en Lisboa, como agente de la importante casa naviera Centurione, armadora de la flotilla atacada. Allí cambió su nombre por Cristóbal y su apellido por Colomo o Colom, mientras se le reunió su hermano Bartolomé, también marino e interesado en la cartografía.
Cuenta la tradición que los Colomo llevaban una vida aposentada y tranquila, y que el mayor acostumbraba oír misa en el convento de Santos. Allí se fijó en una de las pupilas, Felipa Moniz Palestrello, joven hermosa y de familia importante. La madre, Isabel Moniz era de noble linaje, emparentado con el de Braganza; el padre, Diego Palestrello, también genovés, estaba estrechamente relacionado con las empresas náuticas de la corona portuguesa y era a la sazón gobernador de la isla de Porto Santo, en el archipiélago de Madeira. Cristóbal pidió y obtuvo la mano de Felipa en 1477, y un año después nació un hijo al que bautizaron como Diego.
Bajo la influencia de su suegro, Colón se interesó cada vez más en los aspectos geográficos y científicos de la navegación, apartándose de su faceta meramente comercial. En esto pudo pesar también su temprana viudez (Felipa murió un año después de dar a luz) y sus desavenencias con la casa Centurione, a la que puso un prolongado pleito, que fue la base del Documento Aseretto.


El gran proyecto


A partir de ese momento, Cristóbal comenzó a soñar y diseñar el ambicioso y desmesurado proyecto que habría de obsesionarlo toda su vida: descubrir una ruta más corta y segura a las Indias, navegando hacia occidente. Ya se ha dicho que la idea teórica estaba bastante difundida y se han citado antecedentes más o menos legendarios, a los que hay que agregar los que el propio navegante pudo recoger en sus estancias en Porto Santo y el claro talante de «expansión oceánica» que se vivía en Portugal a partir de los descubrimientos y exploraciones de los archipiélagos atlánticos y las costas de África.
Pero es probable que el factor desencadenante haya sido una carta del sabio florentino Paolo del Pozzo Toscanello al canónigo Fernando Martins, para que interesara al rey en sus ideas. El documento -o una copia de éste- llegó a manos de Cristóbal, quizá por mediación de Diego Palestrello. La teoría del humanista de Florencia resume los conocimientos de la época sobre el globo terráqueo, que acertaban en su forma esférica y erraban en el cálculo de sus dimensiones, adjudicando sólo 125 grados a la distancia que separaba Canarias de Asia.




El primer viaje

Colón asumió la idea, la transformó en proyecto expedicionario y la elevó al rey Juan II. Éste, tras el dictamen negativo de una junta de sabios, lo rechazó por incierto. Hay quien dice que el monarca recelaba de aquel extranjero sin títulos ni estudios, y envió en secreto otra expedición que terminó en fracaso. Resentido por este engaño, o más probablemente a causa de sus apuros económicos y la ilusión de encontrar otro protector, Cristóbal abandonó Lisboa junto a su hijo y su hermano Bartolomé. Bordearon la península, con intención de dejar al pequeño Diego a cargo de su tía materna Violante Moniz, que vivía en Huelva.
En el camino se detuvieron en el cercano convento franciscano de La Rábida, donde se alojaron como albergados. El padre guardián, fray Juan Pérez, que había sido confesor de la reina, se entusiasmó con el proyecto del extranjero que se hacía llamar Xrobal Colón (XR era en la época el anagrama de Cristo), e interesó en él a su erudito cofrade fray Antonio de Marchena, experto en astronomía y cosmografía. Ambos frailes le dieron recomendaciones para el duque de Medinaceli, quien se apasionó por la idea y retuvo a Colón durante más de un año, con el propósito de preparar la expedición. Pero los Reyes Católicos desautorizaron tal proyecto, y todo lo que pudo hacer el duque fue enviarles al navegante a su corte de Córdoba.
Una vez más, en 1485, un consejo de sabios reunido en Salamanca desaconsejó la empresa, quizá porque ya poseían indicios de lo extenso y arduo de la travesía. Pero Isabel, pese a estar enzarzada en la guerra de Granada, no descartó del todo la idea de llevar a las Indias el pabellón de Castilla. Otorgó una pensión al navegante y le rogó que permaneciera en Córdoba. Cristóbal se instaló en un mesón, donde entabló relación con la joven Beatriz Enríquez, veinte años menor que él. De esa unión nació en 1488 un hijo, Hernando, que sería el primer biógrafo del Almirante y principal responsable de los ocultamientos y ambigüedades que durante siglos envolverían a su figura.
Ultimada la conquista de Granada, los reyes recibieron con mejor talante a Colón. Pero las pretensiones del extranjero resultaban desmesuradas: el almirantazgo de la Mar Oceana, el virreinato hereditario de las tierras que encontrara y una parte importante de todas las riquezas que él o sus hombres obtuvieran por conquista o por comercio. Fernando le hizo notar su exceso, aunque Isabel le despidió con vagas promesas. Colón, harto de su deambular ibérico, resolvió llevar su proyecto ante el rey de Francia.



La Pinta, la Niña y la Santa María

Los frailes de La Rábida consiguieron disuadirlo y, con la colaboración de los cortesanos Luis de Santángel y Juan de Coloma, convencieron a los monarcas católicos de avenirse al llamado Protocolo de Santa Fe, que en 1492 concedió al Almirante los títulos y prebendas que exigía, aunque sólo el diez por ciento de los eventuales beneficios. Pero los exhaustos tesoros reales no aportaron un solo maravedí para financiar la expedición (pese a lo que diga la leyenda, las joyas de la reina ya habían sido pignoradas a los usureros valencianos). Con ellos tuvo relación Santángel, a quien se debió la brillante idea de hipotecar el arrendamiento de los derechos genoveses al puerto de Valencia, baza que tomó, por mediación del propio Colón, el rico banquero ligur Juanoto Berardi. Resuelto el problema financiero, sólo faltaba hallar los barcos y las tripulaciones.

El almirante de la Mar Oceana
Tuvo entonces Colón otro encuentro providencial: Martín Alonso Pinzón, acaudalado armador, viejo lobo de mar y próspero mercader de Huelva, que se apasionó por el proyecto colombino. Fue gracias al prestigio de Pinzón que los recelosos marinos onubenses aceptaron enrolarse en la extraña empresa, y que los armadores Pinto y Niño aceptaron desprenderse de sendas carabelas que serían bautizadas con sus nombres. Martín Alonso y su hermano Vicente Yáñez pilotarían esas naves, mientras que el Almirante escogió una nao cantábrica anclada en el puerto de Palos, llamada Marigalante. Su armador, el cartógrafo Juan de la Cosa, ofreció incorporarse a la expedición como maestre y la nave capitana fue rebautizada Santa María. Restaba aún comprar aparejos y provisiones. Los hermanos Pinzón y sus amistades reunieron el dinero faltante, y todo quedó listo para hacerse a la mar.


Partida del puerto de Palos
La expedición partió del puerto de Palos el 3 de agosto de 1492. Pese a la oposición de Martín Alonso y las dudas de Juan de la Cosa, Colón insistió obcecadamente en mantener el derrotero que marcaba el grado 28 de latitud, que pasaba por la isla de Hierro. Por fortuna, intuición o saberes que el Almirante no reveló, ese rumbo se mostraba muy favorable para avanzar sin zozobra hacia el poniente. Y la pequeña escuadra se internó en el enigma del «Mar Tenebroso».
Pero pasaron más de dos meses sin avistar tierra y se produjeron conatos de rebelión, reducidos gracias a la autoridad indiscutida de Pinzón. Fue también el veterano piloto quien convenció a Colón finalmente de torcer el rumbo al sudoeste y pronto comenzaron a ver ramas flotantes, pájaros y otros signos inequívocos de que se acercaban a una costa (debe decirse que si hubieran seguido el derrotero del paralelo 28 hubieran llegado a la Florida, y quizá la historia de América hubiese sido otra).
En la noche del 11 al 12 de octubre el marinero Juan Rodríguez Bermejo, apodado el Trianero, dio el grito de «¡Tierra!» desde la cofa de La Pinta. Al amanecer desembarcaron en una isla (Guananahí o Walting, en las Bahamas) que Colón bautizó San Salvador. Convencido de encontrarse en dominios del Gran Kan, el navegante recorrió el archipiélago en busca de riquezas. Pero sólo hallaron forestas tropicales y nativos desnudos. Luego de tocar la isla de Juana (Cuba), la Santa María encalló irremisiblemente en la costa de La Española (actual Haití).
Colón decidió aprovechar los restos de la nave para construir un precario fuerte, que bautizó Natividad por ser 25 de diciembre. Quedaron allí unos pocos voluntarios y el resto de la expedición emprendió el regreso el 4 de enero de 1493. El Almirante capitaneaba La Niña y ordenó gobernar al norte, rumbo aparentemente erróneo. Pero una vez más acertó, pues la corriente del golfo lo enfiló sin dificultad hacia la península, mientras La Pinta de Martín Alonso era desviada por un temporal. Arribaron el uno a Lisboa y el otro a Bayona (Galicia). Y en tanto Colón rechazaba las ofertas de Juan II de Portugal para apropiarse del descubrimiento, Pinzón, enfermo, moría poco después.


Recibimiento triunfal en Barcelona
Los Reyes Católicos recibieron a Colón en Barcelona con gran pompa y ceremonia, sin dejarse convencer por las intrigas que ya se tejían contra él. Le confirmaron sus títulos y privilegios y por real cédula acrecentaron un castillo y un león más en su escudo de armas. Pero el Almirante sólo pensaba en regresar a las Indias, y esta vez con gran despliegue náutico. El 25 de septiembre de 1493 zarpó de Cádiz al frente de una poderosa flota de 1.500 tripulantes, con capitanes como Ponce de León, Pedro de Margarit o Bernal Díaz, eclesiásticos, cartógrafos y el hidalgo conquense Alonso de Ojeda, que llegaría a ser paradigma del conquistador temerario.
Este segundo viaje duró más de dos años y en él se exploraron las Pequeñas Antillas y las islas de Puerto Rico y Jamaica, además de bordear las costas de Cuba. El antiguo fuerte Natividad había sido arrasado por los indios, y Colón fundó un nuevo enclave que denominó La Isabela. Dejó allí como adelantado y gobernador a su hermano Bartolomé, no sin antes reprimir duramente a los nativos con la ayuda de Ojeda. En el ínterin, habían llegado a la península noticias, quizás interesadamente exageradas, sobre las arbitrariedades del Almirante y las matanzas de indígenas. Lo cierto es que Colón resultó tan torpe gobernante en tierra como insigne nauta en el mar. Pero los reyes, por el momento, mantuvieron su confianza y autorizaron un nuevo viaje «para enmendar los yerros» que pudiera haber cometido.
Seis carabelas partiron de Sanlúcar de Barrameda el 30 de mayo de 1498, tripuladas en su mayor parte por penados. Tanto era el temor y la desconfianza que ya inspiraban las historias de mucho riesgo y poco beneficio que llegaban de las nuevas tierras. Esta tercera expedición fue la que llegó más al sur, circundando la isla Trinidad y avistando la desembocadura del Orinoco, en la actual Venezuela. Pero a Colón le acuciaba volver a La Española, tras una ausencia de treinta meses. Encontró allí un verdadero caos. El corregidor Francisco Roldán se había sublevado contra Bartolomé y Diego, apoyado por ex reclusos y caciques inamistosos, mientras las fuerzas regulares permanecían neutrales.
Incapaz de dominar la situación, el Almirante reclamó auxilio a la corona, reconociendo tácitamente sus desaciertos como virrey. Meses más tarde, tras nuevas bravatas de Roldán y excesos de los Colón, arribó el comisario real, Francisco de Bobadilla. Éste mandó apresar a los tres hermanos, que al llegar a la península permanecieron encarcelados en Cádiz. La historiografía actual entiende que la actuación de Bobadilla fue correcta, dadas las circunstancias. No obstante, los reyes ordenaron liberar a los detenidos, aunque privaron provisionalmente a Cristóbal Colón de la gobernación del Nuevo Mundo.



Muerte de Colón
Tanto porfiaba el Almirante en volver que finalmente se le permitió embarcar, aunque con expresa prohibición de acercarse a La Española. En este cuarto y último viaje tocó las costas de Centroamérica (Panamá, Costa Rica, Nicaragua) y regresó cansado y enfermo para afincarse en Valladolid, donde (contra otro mito colónico) disfrutó de muy buenas rentas hasta que le sorprendió la muerte el 20 de mayo de 1506. Enterrado inicialmente en Sevilla, su hijo Diego trasladó sus restos años después a La Española (Santo Domingo), de la que era gobernador.







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